Un artículo de Miquel Carrillo, Enginyeria Sense Fronteres
Una tarde de hace diez años, poco tiempo antes de la celebración del Fórum de las Culturas, descolgué el teléfono. Al otro lado del hilo había un periodista de TVE intentando hacer un programa dentro de la programación que el canal público dedicaba a tan magno evento. Cuando le dije que nuestra organización no tomaría parte en nada que estuviera relacionado con aquel sucedáneo de olimpiada cultural, el hombre estalló de indignación y sorpresa: ” ¿Pero qué pasa que nadie quiere participar ? Ya he hablado con varias entidades y todas igual! ” Ocurría que, meses atrás, muchas organizaciones habíamos intentado hacer llegar nuestras propuestas al Ayuntamiento de Barcelona y nos habíamos encontrado con un puerta cerrada a cal y canto. Un evento que quería vender el carácter emprendedor, cultural y vitalista de la ciudad, pero sin la ciudad, no fuera que se les escapara de las manos. “Entonces no nos querían, ¿verdad ? Pues ahora que se busquen otros, de figurantes de su feria “, le espeté.
Ha pasado una década y a la administración municipal, y el resto en general también, le cuesta mucho aceptar y dar carta de naturaleza a la autogestión ciudadana. Es curioso: cuando los poderes milagrosos del emprendimiento privado son prácticamente un dogma de fe, a algunos les cuesta entender que la gente pueda proponer, decidir y llevar adelante actividades al margen del paraguas institucional. Sorprende que en una época en que habría que optimizar al máximo los recursos disponibles, no se confíe más en la voluntad de grupos ciudadanos que ponen su tiempo a disposición de proyectos pensados para trabajar por el interés común. Y que no piden mucho más que se les deje estar en una casa antigua y destartalada, en medio de un barrio descuartizado por las infraestucturas que usamos todos en la ciudad. No, había que continuar con el ajardinamiento del cajón ferroviario, tirar Can Vies al suelo y luego ya hablaremos de lo que quieran ustedes. Doscientos metros cuadrados más de parterre bien valen encender una ciudad.
O clausurar y precintar, como ocurrió con el Casal Popular de Gracia, que un año después sigue allí, muerto de asco. En el caso de San Andrés y la gestión de Can Fabra tiene otro ejemplo para confirmar este mal encaje: el Ayuntamiento parece que quiere evitar a toda costa la presencia de La Harmonia -la entidad a quien apoya el tejido vecinal y asociativo – para dar entrada a otros, que cultivan orquídeas y demandas sociales de una urgencia similar.
A pesar de algunas buenas iniciativas, falta muchísimo para llegar a otra cultura de la gestión pública que no sólo tolere la participación ciudadana o le habilite decorados para cumplir con el expediente, sino que la potencie a fondo, con confianza y medios. Y no se pide mucho: simplemente, que dejen hacer. La gente tiene una capacidad extraordinaria de pensar y de hacer con los mínimos recursos. Cuando pienso en una smart city es eso lo que me viene a la cabeza, y no una Barcelona que controla
la temperatura de su nevera en casa mientras se toma un gin tonic en la playa de la Barceloneta, gracias a la nueva app desarrollada por una prometedora startup instalada en el 22@. No es nada smart criminalizar la gente que tiene iniciativas o no poner a funcionar todo el patrimonio inmobiliario a disposición de la innovación, la cultura o el asociativismo, sólo porque nuestra estructura funcionarial o la correspondiente estructura subcontratada no tiene suficiente capacidad para hacerlo.
Nos podemos limitar a la condena de la violencia, a las previsibles explicaciones de los tertulianos de turno – como dice el amigo Albert Sales-, a la hiriente estética ácrata, los malos olores, los ruidos y las estimaciones de lo que nos costará todo lo que se ha dañado estos días. Pero, hace años, yo recuerdo ver Berlín salas de ensayo para compañías de ballet, con parquet del bueno y aislamientos para una ciudad que ha de convivir con el frío siberiano, instaladas en casas okupas, pagadas y construidas por quienes las usaban. Evidentemente, no había ninguna sentencia de desahucio pendiente de un hilo, sino una política pública que promovía la reutilización de fábricas y otros edificios abandonados para usos culturales.
En Barcelona, y quizás en muchas otras ciudades europeas también, hay un problema de fondo: no estamos adaptando nuestra forma de gestionar los activos públicos a un tiempo de más demandas democráticas y de más penurias económicas. Al contrario, se interpreta que hay que poner estos activos a producir en los mercados de servicios, alienándolos de su función pública e incorporándolos al catálogo de atractivos del parque temático en el que se va convirtiendo nuestra ciudad. El espacio público se privatiza o se adapta a la medida de los grandes yates. Está claro que en esta lógica no hay nada más subversivo que Can Vies, porque cuestiona de raíz el modelo de ciudad que se ha instalado con los últimos gobiernos.
Piensen en ello cuando se apague el fuego y se vaya el humo que no nos deja ver.